sábado, 29 de octubre de 2011

TEXTOS FUNDAMENTALES PARA COMPRENDER LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA.


                                                   
TEXTOS FUNDAMENTALES PARA COMPRENDER LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA.



domingo, 23 de octubre de 2011

CUADRO-RESUMEN DEL PROCESO DE CAMBIO DENOMINADO REVOLUCIÓN INDUSTRIAL.

ESQUEMA DE LOS CAMBIOS OPERADOS EN LA SOCIEDAD INMERSA EN UN PROCESO DE INDUSTRIALIZACIÓN. 
                
Sociedad preindustrial
Revolución Industrial
Sociedad industrializada
Mentalidad de tradición
Transformación de la mentalidad
Mentalidad de innovación
Estabilidad productiva
Despegue productivo
Crecimiento económico
Demografía dependiente. Crisis de subsistencia
Transición demográfica
Demografía en expansión.
Predominio productivo de la agricultura
Revolución agrícola
Predominio productivo de la industria
Poblamiento rural dominante
Urbanización
Poblamiento urbano dominante
Movilidad geográfica y social reducidas
Éxodo rural y revolución de los transportes
Movilidad geográfica y social constantes
Estructura social cerrada y rígida
Proceso de reemplazo
Estructura social abierta y flexible
Analfabetismo general
Fase de transición
Alfabetización progresiva
Manufacturas y herramientas
Proceso de reemplazo
Industrias y máquinas
Talleres artesanales
Fase de transición
Fabricas mecanizadas
Artesanos y gremios
Etapa de coexistencia
Proletariado industrial y sindicatos
Pobreza material general
Transición y proletarización.
Bienestar material creciente.

DESCRIPCIÓN
El título del esquema nos indica sobre su contenido temático: ofrece una representación gráfica simplificada de los cambios introducidos en la sociedad por el proceso histórico denominado "Revolución Industrial" que se inicia en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII y se extiende por Europa y el mundo occidental en las décadas siguientes según ritmos diferenciales. 
El esquema permite estructurar sintéticamente los cambios y transformaciones que se operan en distintos ámbitos de la sociedad como resultado de la puesta en marcha de ese proceso de industrialización y modernización socioproductiva. 
El cuadro sinóptico está organizado en tres columnas dispuestas en paralelo indicando tres momentos de un mismo proceso: Sociedad preindustrial, Revolución Industrial y Sociedad industrializada. 
ANÁLISIS. 
El esquema representa tres situaciones históricas diferentes definidas por cada una de las tres columnas: la primera corresponde a las características de la sociedad preindustrial; la segunda a la sociedad en la que tiene lugar el "despegue" (take off) de la Revolución Industrial; y la tercera a la sociedad que ya ha experimentado y consolidado el proceso de industrialización de manera avanzada.
Cada una de las columnas recoge trece casillas que reflejan varias dimensiones, las cuatro primeras aluden a aspectos genéricos económicos y demográficos (tipo de mentalidad y sistema demográfico dominante, sector productivo hegemónico); las cuatro siguientes indican aspectos relacionados con la estructura social (tipo de poblamiento, grado de movilidad, flexibilidad e ilustración); y las cuatro últimas hacen referencia a dimensiones laborales, materiales y de organización productiva (unidades básicas de producción dominantes, agentes principales implicados y condiciones vitales). 
EXPLICACIONES.
El vocablo "Revolución Industrial" (acuñado en 1884 por el historiador británico Arnold Toynbee) remite a un proceso histórico de cambios radicales en los métodos de producción económica de bienes y servicios que afectan decisivamente al conjunto de la estructura social, política y cultural del área, país o Estado que lo experimenta. Su origen cronológico, el momento del crucial "despegue" de dicho proceso se sitúa en el último tercio del siglo XVIII y su primer escenario geográfico fue Gran Bretaña, si bien a lo largo del siglo XIX fue extendiéndose de modo gradual y diferencial por otros países europeos y occidentales, básicamente. No obstante, el término "Revolución" es discutible, si nos atenemos al elemento cronológico, el cambio no fue súbito, más de un siglo para la generalización de los cambios, sin embargo, la dimensión del cambio bien justifica el concepto. 
La Revolución Industrial es un cambio de dimensiones análogas a la revolución agrícola y ganadera del Neolítico que supuso el cambio de sociedades cazadoras-recolectoras a sociedades productoras de tipo agroganadero. 
La Revolución Industrial rompió, no obstante, las limitaciones naturales que habían limitado las economías campesinas hasta el XVIII al transformar al hombre  agricultor y ganadero en un hombre también constructor y manipulador de máquinas tecnológicas automotrices complejas (ya no meramente herramientas manuales: la diferencia entre la polea y la máquina de vapor) que controlaban la fuerza de vastos recursos de fuentes de energía inanimada (la fuerza calorífica del vapor) y eran aplicadas a la producción masiva de bienes, artículos, mercancías y servicios (mediante la conversión de esa fuerza calorífica en fuerza motriz dominada mecánicamente).  Esa mecanización tecnológica de la producción y los consecuentes cambios en los modos de trabajo, distribución y comercialización de los productos generados crearon un nuevo ámbito productivo (la industria mecanizada frente a la manufactura artesana), transformaron las antiguas actividades (la agricultura intensiva capitalizada frente a la agricultura extensiva preindustrial) y modificaron la naturaleza y eficacia de los servicios tradicionales (basta contrastar el transporte a caballo con el transporte por ferrocarril). De este modo liberó una potencia de crecimiento económico autosostenido que extendió sus efectos sobre todos los ámbitos de la existencia de la sociedad industrializada, rompiendo las limitaciones naturales al crecimiento de la población, al aumento de la duración promedia de vida humana, a la entidad de los poblamientos no rurales dedicados a la agricultura, a la composición de las estructuras ocupacionales y a la capacidad para alimentar y atender las amplias necesidades de subsistencia y bienestar de las poblaciones industrializadas. En este sentido, la Revolución Industrial fue una serie de simultáneas e interdependientes microrrevoluciones en la producción, la distribución, el comercio y la financiación de todos esos procesos diversificados. 
Para abarcar todas estas transformaciones bajo un mismo concepto, los historiadores económicos han introducido el término de "Modernización" (a secas, o a veces con el adjetivo de "socioproductiva"; un proceso que alude no solo a la mecanización industrial de la producción económica, sino también a los restantes fenómenos paralelos y concurrentes:
1. El crecimiento económico general, medio por el aumento anual del PIB, cuyas tasas en Gran Bretaña pasaron del 0,6% en 1760-1780 a dar un "salto" rápido que las situó en el 1,4% en 1780-1800 y el 1,9% en 1801-1831.
2. El crecimiento demográfico constante, intenso y prolongado, cuyas tasas fueron las más importantes registradas en la historia hasta entonces: en Gran Bretaña pasaron del 3 por mil hacia 1750 al 10,6 por mil en 1800 y el 13,5 por mil en 1870.
3. La urbanización acelerada (la concentración de la creciente población en ciudades donde se agrupaban las actividades industriales y administrativas): en Gran Bretaña la población urbana pasó de ser solo un tercio de la población global del país en 1800 a representar la mitad en 1850 y más de las tres cuartas partes en 1900.
4. La alteración de la composición de la población laboral, con un descenso agudo de la empleada en actividades primarias agrícolas en contraste con el ascenso del a empleada en el sector secundario industrial y en el sector terciario de servicios: en Gran Bretaña la población agrícola cayó del 36% de 1800 al 18,7% de 1860, mientras que la población industrial pasó en esos mismos años del 29,7% al 43%. 
5. La expansión de las tasas de alfabetización hasta cubrir a gran parte de la sociedad en su conjunto, incluyendo la implantación de sistemas educativos generales para asegurar ese capital humano mínimamente letrado, formado e ilustrado, capaz de operar las máquinas y vivir en núcleos urbanos: en Gran Bretaña la población analfabeta, que era como en toda Europa entre un 75% y un 80% del total a mediados del siglo XVIII pasó a representar solo el 35% hacia 1850. 
6. La diversificación y especialización de las actividades productivas en múltiples oficios y ocupaciones laborales de nueva generación y en constante proceso de innovación: no hubo antecedentes para el trabajo de los ferroviarios antes de la locomotora.
7. La racionalización del sistema institucional de gobierno burocrático y la codificación reglada del sistema jurídico y legal necesarios para promover y garantizar las propiedades particulares y las actividades económicas en todas sus vertientes (comerciales, inversoras, financieras, crediticias, bursátiles..). 
En definitiva, la Revolución Industrial no solo liberó a las sociedades de las constricciones de una economía marginal de mayor o menor subsistencia (con el horizonte del hambre y la elevada mortalidad) sino que abrió la senda de un proceso de crecimiento económico autosostenido en base a la mejora de los niveles de producción (más volumen de productos fabricados) y productividad (aumento del rendimiento del trabajador mediante la mecanización y la nueva organización productiva en fábricas). 
La Era de la Revolución es la un tiempo que la Revolución Industrial inaugura junto con la Revolución liberal-burguesa, por tanto, es una de las señas de identidad de la época contemporánea. Su desigual presencia (países desarrollados e industrializados y no desarrollados) e impacto (crecimiento económico a costa de destrucción del medio ambiente) es un elemento fundamental de nuestro presente.


Fuente: Moradiellos, E, La historia contemporánea en sus documentos. RBA, 2011. Modificado. 

lunes, 17 de octubre de 2011

MONTESQUIEU, LA DIVISIÓN DE PODERES

LA DIVISIÓN DE PODERES 
Hay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo de los que dependen del derecho civil. Por el poder legislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes para cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el segundo poder dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares. Llamaremos a este poder judicial y al otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado [...]. Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares [...]

Barón de MONTESQUIEU,
El espíritu de las leyes, 1748



ROUSSEAU, EL CONTRATO SOCIAL.

LA LIBERTAD CIVIL 
Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el problema fundamental, cuya solución da el contrato social (...).
Lo que un hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le tienta y pueda alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene otros límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante de la propiedad, que solo puede fundarse en un título positivo (...).
El contrato social establece la igualdad entre los ciudadanos, de tal modo que todos deben gozar de los mismos derechos. Así, todo acto de soberanía obliga a favorecer igualmente a todos los ciudadanos, de forma que el soberano solo tiene en cuenta al cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de los que la componen.
J.J.Rousseau, El contrato social, 1762.



LIBERTAD E IGUALDAD

Si se busca en qué consiste el bien más preciado por todos, que ha ser objeto de toda legislación, se encontrará que todo se reduce a dos cuestiones principales: la libertad y la igualdad, sin la cual la libertad no puede existir. Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre, a los derechos y a los deberes de la humanidad.
La verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a  otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse. Esta igualdad, se dice, no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿Quiere eso decir que hemos de renunciar forzosamente a regularlo? Como, precisamente, la fuerza de la cosas tiende siempre a destruir la igualdad, hay que hacer que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla.


LOS EFECTOS DEL CONTRATO SOCIAL

Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy importante, sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia y dando a sus acciones el carácter moral que antes les faltaba [...]. Lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y su derecho ilimitado a todo lo que le tienta y puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene otros límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante de la propiedad, que solo puede fundarse en un título positivo.
J.J. ROUSSEAU, El contrato social, 1762

LOCKE, LA SOCIEDAD CIVIL


LA SOCIEDAD CIVIL 

En su consecuencia, siempre que cierto número de hombres se unen en sociedad renunciando cada uno de ellos al poder de ejecutar la ley natural, cediéndolo a la comunidad, entonces y solo entonces se constituye una sociedad política o civil. Ese hecho se produce siempre que cierto número de hombres que vivían en el estado de naturaleza se asocian para formar un pueblo, un cuerpo político, sometido a un gobierno supremo, o cuando alguien se adhiere y se incorpora a cualquier gobierno ya constituido. Por ese hecho autoriza a la sociedad o, lo que es lo mismo, a su poder legislativo, para hacer las leyes en su nombre según convenga al bien público o de la sociedad, y para ejecutarlas siempre que se requiera su propia asistencia (como si se tratase de decisiones propias suyas). Eso es lo que saca a los hombres de un estado de naturaleza y los coloca dentro de una sociedad civil.

J. LOCKE, Tratados sobre el gobierno civil, 1690

Immanuel Kant: ¿Qué es Ilustración?

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de
servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia.
Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más
inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un
uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por
doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no
razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el
mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!)
Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de
ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi
respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que
puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de
ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo
particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en
cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso
privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto
civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones
concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos,
por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de
modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el
gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la
destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido
razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la
máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la
sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que,
mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar
sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son
asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si
un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta,
estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida.
Tiene que obedecer.
Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto,
acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del
público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son
asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que
deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar
resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de
un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la
inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un
sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según
el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa
condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de
comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien
intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer
al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones,
referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en
él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función --
en tanto conductor de la Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con
arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a
predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena.
Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de
determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su
comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena
convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es
absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no
es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último,
no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral,
y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante
la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo
constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma,
el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden
que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al
público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del
uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y,
de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los
tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad,
constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir,
una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso
comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una
incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos,
sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es
absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda
ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e
inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los
más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar
para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus
conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en
general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana,
cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La
posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos,
aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que
se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo
podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así
decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una
ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada
ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener
libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca
de los defectos de la actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección
de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese
confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos)
pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que
se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos
propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran
permanecer fieles a la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el
orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una
constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en
duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un
hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la
humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la
posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo,
puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero
renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con
referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la
humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo
podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad
legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el
monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto
perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos
hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus
almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho
evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la
capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha
salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a
inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer
sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y
supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non
est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como
para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos,
ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada?
responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta
mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean
capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio
entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el
campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los
obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable
minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello.
Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el
siglo de Federico".
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber
no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en
plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un
príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con
agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género
humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se
sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia
moral. Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales--
pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los
juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal
libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber
profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente,
alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos
externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia
constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no
debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la
comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por
propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa
condición.
He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el cual el
hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la cuestión
religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún
interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría
de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la
más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece
esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la
legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la
propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a
una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca
crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún
monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo
tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los
ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un
Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero
obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas
humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en
ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la
libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un
grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus
poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la
semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al
libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir
del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad
de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como
provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más
que una máquina.